No recuerdo haberlo preguntado, pero siempre he sentido que no debía ser algo que se me ofreciese, que el simple signo de presencia no se me tendría que notificar en mis redes neuronales. Que la particularidad de no sentir esencia viva alguna cercana a mi que pudiera pensar fuera algo que tuviera el privilegio de tener. Expongo deliberadamente y con una fuerte presión en mi joven pecho la visibilidad de la falta de empatía hacia mí a modo de autocompasión.

¿Y cómo describir tal detalle? Incluso ciego estoy capacitado para notar rasgos tan íntimos del humano, pero ni tan cerca como para conocerlos; solo verlos; nunca tocarlos; jamás repensarlos; solo la idea. De no haber nacido sórdido, sobre telas a jirones, entre la peste y la carencia neuronal que padecía mis cercanos sanguíneos, quizás en una estela distante, nunca hubiera conocido tal unicidad de seda y gracia; suave y gentileza. Jamás se me hubiera impregnado un estado dócil y tranquilo; fue diferente. Y no me extraña que palabras de las mías, que repetidamente vuelan y simplemente se dejan pegar a piedras de recuerdos vacíos y olvidados, terminen sucumbiendo al temor por ser mal reconocidas. Y lo peor de todo es que soy testigo de tales modos de expresión, de simple simpatía sin rencor; dar sin pedir nada a cambio. ¿Cómo sentirme, habiendo nacido desprovisto de corazón y aprendiendo a relegarme a las sombras del mendigo que con profunda misofobia me mirase a mí mismo, acariciando con mis dedos la piel de fracaso y los pelos de cobarde?, para luego sentirme resguardado, a salvo, cuando debería sobrellevarme el viento al puente más sombrío y desconfiado, al lago más espeso e insalubre.

Noté cierto fulgor, solo quería remarcarlo. Me preocupa siquiera recurrir a mis pensamientos o a una subjetividad impregnada de traumas, o tal vez simplemente no me atrevo a descubrir lo que estoy ocultando; si es que es algo notoriamente real o meramente simbólico, si es un entramado engañoso de pliegues de la piel que enmarcaba cada etapa de mi desesperación y derrumbe o, en nombre de la realidad, había algo sobre las piedras de la luna. Designé en algún punto sobre hasta donde debía parar de recurrir al loco pensamiento y mente. Pensar siquiera que llegué a esbozar una carta y creer que lo fantástico se hacía realidad, que la imaginación podía sombrear el arroz quemado, o que podía caminar descalzo sobre clavos oxidados. ¿Por qué creí en mí y, al hacerlo, en una fantasía que se alzaba encima de los escombros de mi persona? Lo trato al pensamiento mío como si fuese un sueño y lo sufro como si hubiera pasado en algún momento. Pobre aquel que abraza la esperanza perdida.

Me perderé una vez hecho el capricho que me trajo hasta estas letras, me dejaré llevar por la vergüenza y le diré que me aloje en un cuarto precioso de espejos rotos donde no pueda verme y pueda recostarme en una cama de piedra donde la sensación fría de la piedra sea la que me abrace donde las paredes no tengan color; siendo grises y rocosas. Al final no cambia nada, porque seguiré enloquecido por el atrevimiento de aquel, porque dejaré de ser yo; habré muerto incontables veces dentro mío; habrá eclosionado el parásito de mi labia. Naturalmente en voz moriría, ¿qué tendría que decir? Pertenezco a la mugre, déjame quedarme ahí. Y de saber que lo has hecho estaré más tranquilo; me parece cómodo el fracaso. Me parece cómodo el desprecio. Pero de no ser así, entiéndeme, me estaré muriendo por seda suave.

Déjame ahogarme, deja que no pase aire, que se entrelacen los hilos, que se unan los pliegues, que la tela se haga ropa y se desabotonen las prendas, que se teja perfectamente, deja reposar el hilo y no dejes de pensar en los telares. Si hay jirones, culpa mía. Hazte culpable de mi muerte, pues le temo tanto a irme por mi voluntad.