Esta historia la colgué en un concurso a nivel nacional, pero no gané ningún premio (me lo esperaba xD) Pero bueno, lo quiero poner p'or aquí para ver si les gusta. Esta sería como mi forma de narrar.
Se llama Ehren
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Ya a esas horas de la tarde, se sentía el crujido del motor, máquina desgastada como taco de billar. El automóvil del Sr. Rouseau. Un cacharro bien cuidado de dimensiones promedio. El vehículo mal motorizado que era obra a semejanza de su conductor según constancia de sangre. Aleister Roseau estaba podrido por dentro, desde dentro. No era el Señor Perfección Maléfica. Decir que era una persona vil y sin corazón por el prójimo estaba mal, un estamento erróneo, puesto que nunca mató, nunca deseó la muerte de sus enemigos o amigos, nunca robó, nunca dijo mal augurio de los que le rodean. Era simplemente un viejo rancio sin sentimientos. Su descomposición del alma vino del descubrimiento. La duda era un monolito, camino a seguir, algo a que había que darle respuesta. Con esas respuestas que fué obteniendo y lo hicieron sentir dichoso, perdió las preguntas de sus nietos, sangre de Trevor, su hijo mayor, y su nieta pronunciada, Elizabeth, hija de Sophie, su hija. Estos dos padres e hijos al mismo, habian perdido todo contacto con el viejo. Lo encontraban como si fuera el ácaro familiar preferido. Ni hablar de sus suegros. Ni la familia Cromnie, ni la familia Eloister, ni la misma familia Rouseau respetaban el nombre Aleister, porque desgraciadamente, no existía. Su esposa lo llamaba de las peores formas. Formas, figuras, tamaños y jerarquías denigrantes. Era como si esperaba lágrima siquiera una de su propio marido, al cuál acompañó fiel y amorosamente durante media luna de vida. Claro, a él no le daba ni risa. Sus comentarios eran vacíos, porque era todo de lleno su investigación. El amor ahora era sólo una palabra. Una palabra que aparece en el diccionario. Así de objetivo. Desde ya hace diez años que Aleister Rouseau no le decía “Te amo” con sinceridad a la persona que juró eterna compañía, estando en cuerpo o a distancia. Siendo antes y después un hombre solitario con suerte, sería ahora aún más espectral, y abominantemente solo que antes.
Aleister, hijo de Samantha y El Calabaza, desde pequeño era alguien curioso. Era un chico travieso y observador, hacía todo lo que fuera para responder sus a veces molestas preguntas. Hasta matar. Las hormigas eran plato, conejillos de Indias y todo lo que sea usar a algo, o a alguien. Contemos desde sus cortos 3 años a los 13, e irían 3 hormigueros inundados, chorroscientas moscas, mosquillas partidas y probadas, cucarachas y escarabajos, y la cabeza de un gato seco y destripado. Este último lo detuvo a pensar. Desde ahí comenzó a ser un chico normal, flaco, algo angustiado por cumplirse así mismo el viejo refrán del gato curioso ya difunto. Cuando era ya hora de partir a clases, a su docena de vida se marchaba como conejo por el pastizal. Era una criatura feliz, que esmeraba crecer y esperar a la llegada de los cambios en su cuerpo. En una de esas aventuras de veinte minutos, vió algo desorbitante. Un perro cojeaba de lo lindo. Y eso no es todo, puesto que cojeaba de hace poco. Es más, una llaga recién fabricada lo saludaba. Era horrible. El can yacía caminando como en zancos, tambaleándose y alardeando de que su dolor era mayor a la cuenta de mil ricos, brotando líquido rojo como las fuentes de los mismos. Correr asustado era una cara de la moneda, dando longevos pasos para salir del anuncio dolorido de la animaleja, olvidar lo sucedido, llamar a los gordinflones guardias de la seguridad pública, o decirle a su parte materna como un cobarde. Sí, era lo que un pequeñajo de apenas doce años haría. Aleister no. Aleister veía al perro con las mismas cuencas de un lunático. Interesado por saber más. ¿Cuándo el perro iba a caer? ¿Cuándo fallecería? ¿Lo atropellaría un desconsiderado? Lo que sabía y era cierto era el destino del can. Pero el prefería evitarlo.
Viva hoy en los corazones de muchos el alma de Edgar Frederick Rouseau, “El Calabaza”. El habilidoso carnicero de la Comunidad de la Villa Ehren. Un maldito ambicioso por dar bienestar a su familia, más no importaba modales, eso era trabajo de Catrina, madre de Aleister y Helen Rouseau, hijos de Matadero. El mocoso Aleister veía cuanta destreza demostraba el calvo Edgar con el hacha. Parecía un príncipe de la sangre brotar, una imagen celestial con una cabeza de cerdo en las palmas. Era simplemente el Rey de las patas cortadas, de los sesos esparcidos. Esencia de asesino. Esencia de un bruto. El Calabaza Rouseau era vivo en suburbios, que es donde nació tal ridículo nombre sufijo. Un bar era la respuesta. La razón, pues nadie le interesaba. Un secreto que don Calabaza se escondió en los bolsillos, golpeando la hebilla del costoso y manchado pantalón. Siendo rico era un maetsro de las cecinas por gusto, por ese ferviente olor a muerte.
La situación de Aleister era peculiar, y a la vez una repetición exacta de hechos. Cuando pensaba en el perro cojeante, pensaba en como sería ver sus entrañas, tal como su padre hacía, todo un observador de porquería. Como el baboso preguntón que fué, ahora lo era de nuevo. El perro fue a sus manos, y de sus manos fue a un tablón cerca de un agujero cloacal. Al mismo tiempo que investigaba, Aleister se ocultaba de no haber ido a la Escuela, para él algo que no respondía nada mas que preguntas que se hace gente tonta. Comenzó su explícita indagación, y le mató de abrazos brutales al perro. El animal balbuceaba palabras color sangre. Aleister balbuceaba sonidos sabor a fórmula. Y las entrañas del pobre se hicieron trozos a la vista del chiquillo. Era un doctor que daba malestar. Y de golpe averiguó de la peor forma cómo eramos iguales todos.
Con la hedionda agua del hoyo putrefacto lavó sus manos y se marchó. Se dió unas vueltas, satisfecho y avergonzado. Bastante avergonzado, pero no de lo macabro, sino de lo sucio. Daba perdón al entorno de haber sido salpicado con cosa de perro. En sí el perro era otro instrumento del saber, un encuentro con otra lectura viva. De antemano dió gracias a su idea por haberle contestado, mientras los gusanos tomaban lugar. Cuando llegó a casa a eso de la tarde media, dió aviso de que la Escuela estaba aburrida, como siempre, y subió a su lujosa habitación llena de joyas quebradas, insectos pinchados y otras disecaciones menores. Era un científico malvado de película encarnado en un idiota aparente de doce. Un monstruo. Y redactando esto, justamente a Aleister se le cruzó la bella frase de la bigotuda boca de su padre. “Yo no mato animales, yo mato monstruos. Hijo, no preguntes estupideces, porque por dentro todos somos iguales. El monstruo lo somos todos”.
Naomi se había levantado de malas. La noche anterior Aleister anuncia su ida, desde esa pocilga de oro. “Debo responderme y solucionar”. Ella lo había cacheteado, tomó las riendas de una vez, tomó una bocanada de aire que estremeció su cuello algo arrugado de cisne, y lanzó un barrido de razones por la cuál estaba de acuerdo que se fuera. Aun así, le molestaba que a su esposo le importó un diablo eso. Cumplían hace dos meses treinta y cuatro años de casados, diez de ellos un feliz matrimonio lleno de dinero, joyas y placeres mutuos. Lo demás una carrera a la locura progresiva de su esposo, reposada por cinco más, y a un año siguiente comenzó de nuevo. Las dudas lo volvían un niño compulsivo, otra vez. Era una enfermedad grave. Una maldición la de su marido, buscar y no encontrar significaba buscar más y no rendirse. Era un don malicioso. Justamente, el anuncio de Aleister era por algo importante. Hace meses más que su aniversario de bodas, Rich Corwain le daba el aviso de que el Leidanards estaba suelto de nuevo, la res que se comía al ganado de los primos del Sur. Era, según relatos, un perro agigantado con rabia. Eso daba miedo a los pobladores, y más a Aleister. Su hermana Helen vivía por esos lares. Ya hace un año de distancia, el Sr. Rouseau hizo una petición, una casi clemencia, de que si veían cercanamente al Leidanards, le llevaran allí para verlo una vez. Sólo una. ¿Mejor que eso? Sabían donde estaba, y Aleister vería un gran espectáculo, la captura de la fea criatura lobezna. Y no es un mito, porque todos lo describian así. Como un perro gigante que babea como necio y mata como arquero, de un flechazo. Va la década, desde que Rouseau conoció la leyenda local del Leidanards. Su adicción a saber de él se hizo presente de inmediato, de ahí, el olvido por su familia. Pero la historia no empieza desde allí, sino que la recuperación de ese trance terminó ahí no solo por la llamada. Aleister, por una vez en su vida, vió como un humano. ¿Por qué nadie me habla?.
Es así como a nadie le interesó la travesía que Aleister realizaría, desde la Villa de Ehren, saliendo de la metrópolis de Ámbar, pasando por el río Corazón de Oro, atravesando la Plaza de Armas de Tenlieder, las aguas fluviales del viejo Yares. Cuando se asomen las montañas coloradas, es cuando llega al destino sureño. Asentándose en Dheren, subiendo el florido y boscoso Valle de La Vey, al sendero y granjas de L. Viarquez. Y partió. El rugido polvoriento de la camionada roñosa apagaba un poco las preguntas de Aleister, pero sólo un poco. Saliendo de su casa, con el evidente silencio de su partida, olía el odio. El odio por nada. Surgían ideas y soluciones de su problema, pero nunca sonó el “Debería preocuparme de mi familia más que de mí mismo”. No, claro que no. Es que al nacer, Alesiter Rouseau, hijo de El Calabaza y Catrina Molly, hermano de Helen, desde siempre un gato, se demostró su interior narcisista. Eran sus respuestas. Preciados tesoros eran sus respuestas, pero era solamente abono al narcisismo. ¿Familia? Para qué. ¿Amigos? No, a menos que me contesten. Un podrido desde siempre, hecho pedazos esta vez, porque a quien le importa, si sus preguntas eran el todo, de todas maneras, era feliz pensando en él mismo, de alguna u otra forma, y en cualquier momento. Porque sacarlo de su trance existencial era imposible. Aleister Rouseau estaba enfermo, y la muerte era el único y nunca pensado escape de su fantasía. Pero la culpa no era para él. No, por favor, si el “Yo”es. Es lo verosímil. Es lo único y unidad. Y lo mejor es que a nadie verdaderamente le importa el pensamiento de un viejo de seis doces de longevidad.
Cuando la carroza paró, marcó un hito en la obra de Rouseau. Un aliento helado cruzó su espinazo, un abrazo fuerte de bienvenida al túnel del término. Saliendo del cacharro observó apaciblemente la careta de las oscuras montañas y picos más altos del Fin de la Rosa de los Vientos. A lo lejos, pero tan cerca, titileaba una lamparilla en mal estado, acompañada de una columna de otras bocas de fuego media apagadas, flojas luces de acero oxidadas. Era el sendero a las montañas. El campamento a cargo de Navwight estaba a unos pasos de la oscuridad. No era miedo en pisadas, era la enpedrada pobre y olvidada lo que hacía sentir a Aleister tan consigo mismo. Tenía una sopa de ideas variada, un enjambre de frases asesinas que no llevaban a ninguna parte. Pura suposición. Era de esperarse que el viento iba a obligar al cuerpo a buscar chaqueta. En mitad de camino, mientras arrugaba y encojía sus gruesos ropajes contrayéndolos hacia sí, divisó el campamento a su frente. Se veían los esbirros uniformados pero sucios, ayudantes de Navwight y pandilla. Eran de lejos siete hombres, y mientras se acercaba, aumentan en ocho. Miraba su pardo reloj Amadeus Navwight, famoso pero oculto, un buscatesoros de primera. Junto a él Gabriel y Edan Seth, Albert Cramber, Di Logan Bartzcre. Preparando leña para la noche helada estaban John Savyon y Frederick Bunner, y disfrutando haraganeante estaba Louis Pastelle. Todos ellos se veían lo suficientemente serios, pero llenos de ganas. De todas maneras, si es que el Leidanards mora y morará entre la peste del congelado, ¿qué cazacriaturas no se quedaría? Era como una pasión embrujada. Todos esos hombres unos antihéroes.
Aleister dió su nombre y acompañamiento, esperando a por una respuesta de la bestia, mientras otros rugidos quebrantaban su mente, tal como cualquier otra ambición del saber que haya padecido. Esta vez eran dos incógnitas que esperaba responder. Es así como, luego de tomar su primera (y será última) taza de café exportado de la misma Colombia, como entes de oro y joyas que eran, se vino el primer arcabuz a su cien. De pronto las risas de los demás se apagaron, y Di Logan apuntaba como un maníaco a Rouseau. Pensando que era traición, no era nada más que el gatillo a un inesperado y triste desenlace, del cuál no se salvaría a puño limpio. Menos con su suave y algo anciana palabra. Navwight lo veía con esmero. Navwight lo veía sonriente de que su plano se había hecho real. Fue así como luego de un silencio hambriento, nació la respuesta, una que esta vez Aleister no deseaba oír. Fue así como Sr. Rouseau es ascendido al Kamikaze, al Carne de Cañón, a un idiota crédulo. Se ganó el suicida título de “carnada”.
Cuando las luces se apagaron, obligaron a Aleister a caminar en harapos, deambulante pero alerta de que un pistolón le acribillara. Louis estaba tomando el arcabuz. Eran armas definitivamente reliquias. ¿Por qué usar reliquias? Porque no tenían otras. O eran tacaños, o eran ladrones. Con una lágrima en la garganta, recibió la orden de avanzar y esperar, y si volvía era hombre muerto. Y si no volvía será hombre muerto en otro suelo. Solamente, cuando corra como un desquiciado y traiga al monstruo en un frenesí, podrá sentir una pizca de nueva vida, si es que el Leidanards no se lo llevaba consigo. Lo que no habían pensado, pero Aleister sí, es que un hombre de setenta y dos años no puede ser un atleta, y no puede llevar a la bestia consigo. ¿Qué significaba entonces? No era una misión de búsqueda, era una obligación de sigilo, que debía resguardar, aún si lo perseguía. Se sentía seguro, pero sereno. La indiferencia. Aliester era indiferente a su muerte, a su peligro Solamente lo veía como su felicidad, porque luego de tanto tiempo, podría verse en son del escape de su investigación preferida. No importaba si terminada con un pulmón perforado por las supuestas fauces de un lobo, perro, sea la raza adulterada. Eso quería, en lo más profundo. Y cuando indagó más a su propia conclusión, era la salida perfecta de sus dos más grandes preguntas.
La travesía más cruel. La crueldad más longeva. Una caminata, descalzo, pero con las plantas hundidas en fuego azul. Era una simple tortura. Una compleja gama de dolor. Rouseau sentía cómo se le doblaban sus propias piernas, ¡Sus piernas caían en su presencia! Esperaba caer de otra forma. En una guerra como las que había imaginado. Las batallas que se había él mismo contestado. Se daba tristeza de sí. Se apenaba de su propia andanza, su mediocre andar, su cuerpo erguido y a la vez quebrado en dos. ¿Qué le dolía? No, aunque suene cuestionable, Aleister no sufría de sus pies. Aleister sufría por su alma. Se sentía desgraciado. ¡Se sentía respondido! Soledad. De sí mismo, no. Era soledad en botas de otros. Soledad de los demás. Aleister y su único amigo parcial. Un silbido helado. ¿Así se sentía su propia esposa? ¿Como si estuviera tambaleándose, caminando sola por un sendero filocortante por los copos de nieve de una nevada despiadada? ¿Era así de fácil la respuesta? Esa última es la más agravante de todas. Era un inepto. Su cerebro era inercia pura.
Pero no era suficiente. Eso era un pensamiento en otro lugar, su escondido subconsciente. Fuera de él sentía nerviosismo, una espada de metros que acariciaba sus costillas. Bienvenido sea entonces el rugido de la bestia. ¡Sonríe, Aleister, sonríe para el omnipotente! Sus ojos aparecieron, una humeada de inconfundibles aromas que exhalaba de sus fauces. Era un saludo ensordecedor. El llamado de las tinieblas. Aleister se lanzó al suelo en son de alabanza temeraria, pero con un suspiro terrorífico. ¿Respeto?
El tremendo cumplió la cadena, y devoró a Aleister. De un solo mordisco, mató a su estadía. Se llevó sus nulos sueños, sus enormes preguntas. Y no era la hora de partir. Mientras lentamente formó a ser parte de la bestia, descubrió su propia verdad y la del todo. Pudo comprender que el centro del todo es el todo y no uno. Fuera las especulaciones. Aleister pudo, de alguna manera u otra, recapacitar en su propia muerte. Por fin, su respuesta. Una cacofonía sonaba en su esplendor. El ruido de los motores. Las sombras del perro maltrecho y despedazado por su ambición. Los aromas cálidos de su esposa. El olor putrefacto de las cloacas. Las amorosas llamadas de su madre, y las cortadas de su padre. Las preguntas y respuestas. Las dudas. Los corazones. La soledad. El “yo”. Todo tenía sentido ahora. Mal, vicio. Solo. Dentro de algo que lo engullía. La contratapa.
Cuando tocaron las aves en su marco, llamó a los Santos y se levantó. Nadie en cama, con su bata de terciopelo costoso. Los dedos de los pies le dolían, tanto como su alma. Fue entonces que, en vez del ruido del motor, se sintió el ruido de la desesperación. La respuesta era la que más había dado por hecha. Y jamás en su vida podría haberla aceptado alguna vez. Abriendo las ventanas de su dormitorio, llevando consigo la navaja de su padre. La última hoja del árbol de otoño. La semilla. Plantarla era la hora. Aleister Rouseau terminó su libro. Un libro de experiencia. La historia de las historias.
A ojos de su esposa, luego de horas de impacto, no soltaron nada. Sus hijos se marcharon petrificados. Sus vidas se cambiaron así mismas, pero no tenían al parecer una mera importancia. El tinte rojo de las venas, el brebaje de la libertad por fin alcanzaba. No hay lágrimas para Aleister. Ni la familia Cromnie, ni la familia Eloister, ni la misma familia Rouseau tenían recuerdo de algo bueno. Los guardaron en su manto. Y junto al viejo, que no quería más duda, surgía la respuesta a todo. La Onírica. El despertar plasmado en un detalle, una mancha en el cristal. El significado de todos nuestros problemas. El odio, entre comillas. “El monstruo lo somos todos”.
Y por primera vez, Aleister había tenido miedo de morir.
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