El cielo estaba puesto de un distante gris, perlado y frío, cuya llovizna acrecentaba y empapaba las calles de duro asfalto. Era invierno, una tarde yendo a nocturnas cuyo sol nunca estuvo presente, y por lo tanto la gente no demostraba siquiera emoción en sus rostros, ya que apagados estaban por completo. He aquí entre tantos espíritus perdidos uno en particular.
Vestía una chaqueta maltrecha con sus buenos años; mostraba una camiseta carmesí por debajo y unos pantalones igual de descuidados. Sus pies estaban protegidos del agua nada más por un par desigual de calcetines, y unos zapatos de vestir pintados de negro. Sujetaba su gorra para que nadie le viera los ojos mientras castañeaba con los dientes y silbaba de vez en cuando una estrofa. La multitud pasaba de él, con grandes y negruzcos paraguas, tristes y despreocupados de la vida, pues cada quién tomaba su propio camino.
Habías portadas por donde quisieras verlas. La conmoción era duradera y persistente, pues los medios siempre buscaban alterar a su público. Si no hubiera sido por las patrullas policiales y sus constantes vigilias, hace ya mucho que se habría armado una tormenta.
-U…una moneda, por favor…
El joven se había detenido frente a una multitud de descoloridas señoras. Tan pronto lo hubo hecho dejó tiritar su cuerpo, y les contagió con sus ventanas ámbares, una imaginaria desdicha. Levantó su mano hinchada por el frío con una aparente dificultad siquiera para ponerse de pie. Y en lo posible fue real, pues el análisis que le plantaron encima no tenía precio. Sin embargo la más modesta de ellas – Con el pelo erizado y enrulado como un animalucho, y unas mejillas carnosas e iluminadas- retiró un pequeño monedero de su bolso para sacar lo primero que tuviera a mano; unos diez centavos.
-¡Dios la bendiga! – Saludó con su sombrero, y escondió la valiosa limosna en un bolsillo. Las mujeres rieron con ternura ante tales palabras, y continuaron sin un atisbo de importancia el paseo. “¡Tremendas palurdas!” pensó el chico con malicia, y rió sin cuidado un par de cuadras después. Ahora mismo se trataba de su pequeña fortuna. Saboreó en cobre con sus manos desnudas, y se dejó contaminar por el aire húmedo que le atacaba en una esquina, debajo de una sombrilla que junto estaba a mesas de merienda. Buscó la mejor melodía para celebrar su ganancia, y se encaminó silbando para dentro del local.
Visitaba muy a menudo la tienda, pues incluso el dueño le había memorizado el nombre, y se habían hecho amigos en muy poco tiempo.
-¡Hola, Albe! – Levantó su mano el hombre, dejando los refrigerios por un momento en el mostrador. Era uno muy bonito de madera lijada, como si hubiera sido comprada tan solo unas horas antes. - ¿Vas a llamar a alguien otra vez?
-Hmp…, hola Gillermo –Contestó el muchacho sin mirarle, con una envidiable sonrisa digna de un buen timador. – Tu nada más déjame la cabina un momento, ya volveré otro día.
-Tu siempre dices lo mismo, y jamás me has comprado siquiera un caramelo. Vaya niño…- Murmuró ajustándose unas gafas redondas, volviendo al trabajo como de costumbre. Aun así, ni una sola alma estaba sentada dentro. Eran pésimos días aquellos, en los que la gente dudaba de su propia seguridad, y en lo verídico de quienes estaban al mando. El hombre recogió con sus arrugadas manos la radio de hace veintena, y estrujó el pellejo de la frente, tosiendo mientras le ponía en el mostrador, moviendo la pequeña antena para eliminar cualquier estática. Una gruesa gota de sudor recorrió su piel tan pronto se enteró de las noticias. Apagó y continuó su jornada desprendido de cualquier fortaleza.
Por otra parte, nada y absolutamente nada había perturbado la cabeza del alocado mozo. Al lado de los baños se encontraba un teléfono con aires de reliquia sujeto a cables pelados, con los números de los botones borrados por completo. El chico metió la moneda en una pequeña ranura y sin meditarlo un momento recogió el teléfono; acertó a números en azar sin ningún tipo de duda. Puso a sonar el timbre y paciente esperó hasta que el contestó, curiosamente, una señorita como de su edad.
-¿Hola? – musitó dudosa, pues al parecer hablaba sin el consejo de nadie
-Aquí “Alberto Martínez” - contestó el joven - ¿Hablo con…Vespertina Tuerta? – Ingenió sin mucho mérito.
-Oh…yo no… Mi nombre es Olga Rivera, señor. – Le tembló un poco la voz - ¿Qué necesita?
-Muy bien, señorita Rivera… - Hizo suspenso – Estoy realizando un censo oficial por parte del gobierno, y usted debe contestarlo inmediatamente. Si no lo hace podría ser severamente…multada. – Amenazó con cierta vileza.
-¡Pero…yo! – Quiso negarse, pero temía también que fuera algo serio – ¡Sí, sí, lo haré!
Paso un buen rato hasta que finalizaron. El chico terminó con imponente testamento en su mano – cortesía de la casa- en el que había anotado multitud de datos personales. Ni una pizca de vergüenza se había escapado de tal llamada.
Se despidió y retiró del dueño para internarse nuevamente en la jungla de acero, donde la neblina reinaba con supremo gozo. Atravesó calles, pasó de vehículos y atajos, tropezó con alcantarillas abiertas y descubrió oscuros callejones para donde pararía su odisea. Dio un tanto de atlético salto sobre algunas grietas, y se detuvo frente a una increíble bodega, protegida esta con barrotes y láminas gruesas tal árbol. Tocó estruendosamente, pero aun así sin hacer demasiado escándalo.
-¡Oye, genio! ¡Ya volví! ¿Puedes abrirme, eh? – Gritó sin muchas formalidades, sonriendo todavía. Se refería a cierta persona en particular.
Se trataba de un hombre que, antes viéndole en la miseria, decidió proponerle un duro trato. Era de extrañas raíces, y jamás hablaba con nadie. Sin embargo, tenía la extraña afición de recolectar vidas, datos. Todo lo que la gente ostentaba a lo largo de los años. El chico era la presa perfecta para su manía, y siempre que hacía lo correcto le pagaba gran cantidad de dinero. Mejor dicho, le iba ahorrando hasta que considerara suficiente la suma, y el mocoso no se volviera a cruzar en su camino.
-Pasa…- Dijo aquella voz sedentaria, tan siniestra como un cuervo sin ojos, y sin ninguna amabilidad de por medio, a par del muchacho. La verdad es que el joven siempre traía las llaves consigo, pero no hacía daño tener un poco de modales.
El candado estaba frío al tacto, casi como el hielo al aire libre o una salvaje brisa en las montañas. Puso de inmediato la pequeña llavecita dorada allí, y cargó con todo su peso para hacer caer el complejo aparato. Él no sabía muy bien cómo es que terminaba exhausto tras la hazaña, pero siempre simulaba no sufrir en lo más mínimo.
La entrada se extendió hacia fuera, y le recorrió en el espinazo una tremenda inquietud al muchacho. El rechinar del metal lo dejaba con los nervios en punta, y la piel totalmente engallinada. Sintió como sudaba mientras se metía allí dentro.
-Maldito necrófago, ¿Con este ambiente quieres que hagamos trato? – Se burló el joven, recogiendo una cerilla de donde ya sabía (una mesa que jamás movían de su sitio). Le encendió alejado de la humedad, y buscó junto al diminuto fuego rastros de un candil. El aceite reaccionó sin demora, y parecía como si el mismo sol se hubiera metido en la guarida del más terco vampiro.
Allí se escondía quien se suponía era superior. Un varón que no superaba los veinticinco años, pero aun así su piel iba en camino a ser pálida como la de un muerto. Su cabello era oscuro, tal vez un poco entonado al marrón, y estaba despeinado; sus ojos parecían cansados, pues estaban entrecerrados en todo momento, escondiendo unas misteriosas iris castañas. Vestía con lo que tenía a mano, una chaqueta de invierno y un pantalón que reflejaba la luz.
-¿Tienes lo que quiero? – Preguntó seriamente, sin pelos en la lengua.
-Servido en bandeja – respondió el joven, y le cedió los papeles repletos de garabatos que él mismo escribió. Tenía la extraña obsesión de dibujar cachorros en una esquina de las hojas, de por medio.
-Olga … Rivera – Leyó trémulo aquel líder. Meditó un poco si es que antes había recibido la misma información, y si es que esa persona habitaba en el país. Hizo un par de gestos y revolvió la cabeza para olvidarlo. – Recógelo. – Dijo y miró sin mucha simpatía.
Se refería a la paga, una suma escondida de billetes que por mucho habían estado esperando a por ese momento. El mozuelo mostró el brillo de sus ojos, casi iguales a un par de estrellas. Era lo justo y necesario para comprar lo que más amaba en la inquietud y el temor; en la locura y la perdición.
-“¡Bollos de crema!”
El muchacho huyó con el dinero, de inmediato dando rumbo a la antes mencionada tienda. Ahora él era quien pasaba de la gente, y empujaba a la multitud sin ningún tipo de piedad. Esta a su vez no reaccionaba siquiera a tal ofensa, pues estaba todo mundo pegado a las vitrinas de un almacén de electrodomésticos – donde se exhibían televisores con las noticias nacionales y pequeños robots que refrescaban las ofertas-. ¿Qué era tan interesante que les apartaba de la monotonía, de no tener sentimientos en sus cuerpos? Tapaban sus rostros con las manos al escuchar la palabra “enfermedad”, casi lagrimando por tonterías que el joven no entendía.
Se le hacía agua la boca, y miraba decidido y glorioso el futuro, y su recompensa puesta en el. Nunca había aspirado a grandes fortunas, ni a ser imagen pública. Con ser libre tal ave y feliz como un loco estaba contento. Secó sus aires de orgullo cuando hubo terminado su carrera. No sabía exactamente por cuanto es que había corrido, pero ya se estaba haciendo la idea.
Habían atracado…el local. ¡Lo habían abierto como las tripas de un becerro! Las sillas se encontraban desparramadas por doquier, algunas eran las causantes de tanto vidrio roto, uno que se suponía era resistente incluso para los días ventosos. El chico sintió su corazón palpitar, quien sabe si por temor. Se abrió paso entre los escombros y entró por uno de los ventanales, contándose con lo afilado. No importaba, pues le interesaba más ver cómo es que habían dejado al viejo confitero.
No respondía al baño, y tampoco al almacén. El joven saltó la barra de bebidas y aterrizó contra el suelo en el acto. Lo que vio le había vuelto mudo, y sin aliento.
El hombre tenía un cuchillo en sus manos, ya te imaginarás en que estaba bañado por completo. Se podían ver sus ojos abiertos, los que parpadeaban con locura, se irritaban a un paso inexplicable. Su respiración era ronca y dificultosa; la razón de esto era un corte en su pecho, por donde justo se ubicaban sus pulmones. Parecía un terrible, llano y simple suicidio, de la manera más terrible que podría suceder.
-¡Ah!
Por poco sintió que vomitaba, y lo hubiera hecho si alimento se encontrara en su estómago. Ya dicho antes tuvo gran asco, y no quiso permanecer allí siquiera para auxiliarlo, y por mucho que el doliera abandonar a un amigo en ese estado. Escapó con su voluntad puesta, devolviéndose en el camino, pues solo le quedaba un lugar seguro en el mundo. Perdió el aliento y cerró sus ojos dorados, pero continuó por mucho que se martillaran sus pies contra las piedras y el asfalto. Paró a puertas del hogar demente y oscuro, y se adentró aprovechando la aún viva llama de la luz. No evitó horrorizarse otra vez, cuando ya la luna se estaba volviendo reina del cielo, anunciando la noche.
El hombre tenía los ojos inyectados en carmesí. Su cara estaba tajada también, y tenía sangre por todo el rostro. Postrado en el suelo como una rata sin vida empezó a reaccionar, y a retorcerse por el dolor, gritando en sus intentos de enderezar la espalda.
-¿¡Qué está pasando?! – Le gritó violentamente, no pudiendo esconder el sudor frío en su tez. La lluvia ahora le había empapado en totalidad, y tenía el cabello caído, el cual intentaba cubrirle la frente.
-¡T…tú! – Alcanzó a exclamar el pálido, lográndose agarrar de una silla, por fin pudiendo respirar. - ¡Solo…ayúdame a levantarme!
-¿¡Pero qué dices?! ¡Estás medio muerto, n-necesitas un médico! – Volvió a bramarle, mientras buscaba no verlo. Su carne estaba abierta, y aun así le dirigía la palabra, por lo cual lograba enfermarle solo clavándole la vista.
-No seas…un…una… ¡Y una mierda! – El hombre pasó de largo el pedir ayuda, y sujetándose de la mesa logró ponerse de pie, imponente. – Me iré… s…sea lo que sea que esté pasando. T…te aconsejo… ¡No te quedes aquí, m-maldito bastardo! – Sostuvo con su mano su costado, mientras apretaba los dientes y escupía de su sangre. Pasó por su lado, helándole, y se marchó sin protestar ni una sola vez, dejando un rastro rojo a sus pies, el cual la lluvia se llevaba sin resistencia alguna. ¿Pero qué es lo que le había pasado? ¿Por qué se había escabullido hacia el exterior tan fácilmente? ¿Cómo es que no caía desfallecido con esas heridas? ¿Y sus investigaciones? ¿Y su…hogar?
El joven no pudo calmarse, pues ahora se encontraba solo en una ciudad que lentamente se consumía en caos. Un caos inexplicable, inentendible. Misterioso y complejo. Uno del que jamás había oído hablar, y se le presentaba tan súbitamente que todavía no sabía si estar presente allí era bueno. Salió, intentó perseguir a quien le había mantenido, pues era la única persona de confianza que no estaba muerta.
Intentó silbar, pero no le salía la voz. Su caminata estaba desprotegida y desequilibrada. Ya entenderás como es que ningún espíritu se encontraba presente aquel día.
Esto lo use para armar una novela colectiva (Pero esta muriendo). La verdad es que planeaba mucho más con este prólogo,y puede que de el saque otras ideas. ¿Les gusta?
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